[Madrid, 2020]. La doctora tenía miedo. Llevaba una 
guardia tras otra y el agotamiento empezaba a hacer mella en su ánimo. 
Apenas había descansado y allí estaba de nuevo, vistiéndose con lo que 
tenía: mascarilla de un solo uso, bata, gafas de buceo, guantes y un 
gorro sanitario que le regalaron en la sección de pediatría decorado con
 motivos infantiles. Con la ayuda de dos celadores se recubrió la bata 
con bolsas de basura y pensó que quizá así se sentían los toreros cuando
 les ponían el traje de luces: tensos, nerviosos y concentrados. La 
única diferencia es que su enemigo era invisible y podía estar en 
cualquier parte. El puto bicho como ya lo llamaba toda España. El puto 
bicho de los cojones. Mientras terminaba de prepararse pensó en su hija 
de cuatro años y en que no podía besarla por las mañanas por temor a 
contagiarla. Dios, ¡tenía tantas ganas de hacerlo! Se acordó de su 
marido, que la reconfortaba con su apoyo en los breves momentos en los 
que podía descansar en su hogar. Pensó en sus padres, ya octogenarios, 
que aguardaban en casa sin rechistar, entrañables y sabios. Gracias a 
Dios a ellos no les había alcanzado el puto bicho. En sus oídos retumbó 
el aplauso que sus compatriotas les habían dedicado desde los balcones 
la noche anterior. Aunque siempre lloraba al oírlo, recordarlo la 
infundió ánimos. Se concentró en sus pacientes, personas desconocidas 
que sin embargo ya eran parte de su familia. Ella era una doctora y no 
quería ser una heroína pensó mientras observaba las bolsas de basura que
 la recubrían, no había estudiado para eso. Heroína, así la llamaban sus
 amigos cuando conversaban por WhatsApp. Su familia, sus amigos, sus 
pacientes. Luchaba por ellos.
[Flandes, 1615]. El 
soldado tenía miedo. El enemigo aún seguía allí y no tenía visos de 
flaquear, el hideputa. Poco antes del alba se encontrarían de nuevo. 
Como buen veterano revisó su equipamiento. Ya no recordaba cuándo fue la
 última paga. Apenas contaba con lo que había podido afanar a lo largo 
de los años. Más le valía, era el suyo un mundo de listos o de muertos. 
Se anudó en el brazo el pañuelo rojo que distinguía a quién era camarada
 de quién no y repasó por última vez: Camisa blanca con cuello a la 
valona, pantalones acuchillados en el muslo, botas de caña alta, espada y
 vizcaína. Miró a un lado y observó cómo sus compañeros también seguían 
su propio ritual en silencio. A pesar del miedo, verlos le infundía una 
calma serena que seguro que iba a necesitar. Había recorrido medio mundo
 y luchado en infinidad de batallas, escaramuzas y reyertas a su lado. 
Gente recia, preparada, dura y leal. Con ellos a cualquier parte. Pensó 
en su mujer y en sus hijos, que le esperaban en la hacienda. Pensó en 
Lope, aquel huérfano que había acogido de niño y que corría a abrazarle 
cuando regresaba de una campaña, el suyo era un amor sincero. Pensó en 
Tiago, el cura, que siempre lo bendecía antes de cada partida. Por su 
familia, sus amigos, su gente. Por el rey. La encamisada sería al 
amanecer, había que ir con todo a por el hideputa.
El
 soldado se guarneció tras unas rocas y oteó el campamento enemigo con 
los ojos afilados. Aún no había amanecido y no había acaecido el relevo 
de guardia, a buen seguro estarían cansados. Como esperaba, la mayoría 
estaba durmiendo. No imaginaban la que se les venía encima. Sin alzar la
 cabeza, volvió la vista y se percató de que el más joven de sus 
compañeros trataba de que no se le notaran los temblores. “Bisoño”, dijo
 el soldado en voz baja. “¿Es tu primera encamisada?”. Sí, susurró el 
chico. “El miedo es bueno, te enseña a estar alerta, no te apartes de 
mí”. Volvió a pensar en los suyos, en su tierra y en sus gentes. Sentía 
miedo pero no les fallaría. Besó el crucifijo que colgaba en su pecho, 
afianzó la bota en el suelo y, sosteniendo espada y la vizcaína en sus 
manos se alzó despacio y dijo: “Vamos allá, es la hora”.
[Madrid,
 2020] La doctora posó su mano de látex sobre el pomo de la puerta que 
daba acceso a la planta de los enfermos. Tenía miedo pero la 
necesitaban. Su joven ayudante, que acababa de terminar las prácticas de
 internista, le entregó una carpeta con informes y gráficas de cómo 
había ido la noche. La mirada del ayudante denotaba cierta angustia y se
 le estaban empañando las gafas protectoras, de calidad dudosa. A pesar 
de la mascarilla, la doctora le sonrió sabiendo que también se sonreía 
con los ojos. El muchacho le devolvió la sonrisa y se relajó un poco. 
Será un buen médico, pensó la doctora. “Vamos chaval, a por el puto 
bicho”, dijo ella, y abrió la puerta. “De los cojones”, contestó él como
 un mantra, un lugar común entre ambos en aquellos días inciertos. 
Entraron con firmeza a la planta, como soldados de Tercio Viejo prestos 
para la batalla.
[Flandes, Madrid, …]. Terribles
 y fuertes, armados con lo poco que tenían, se adentraron en la lucha. A
 pesar del miedo y de las paupérrimas condiciones en las que tenían que 
batallar, lo hacían por su propia nobleza, por corazón, por su familia, 
sus amigos y su gente. Al otro lado, el puto bicho de los cojones o el 
hideputa, aguardaba temeroso, sus días estaban contados.
Javier Díaz
Madrid, 2020